¿Qué conocimientos del latín y del griego tiene este pobre infeliz?
(Jesús G. Maestro)
Llora el rey Príamo la muerte de su hijo. Llora en mi tienda, al abrigo de la noche, rasgadas las vestiduras, coronada de estiércol la cabeza, la pérdida del divino Héctor, el más señalado entre los troyanos. Llora como no lloró a ningún otro de sus vástagos, ni a Cebríones ni al raudo Dolón ni al hermoso Troilo, a quien también di amarga muerte. Sabe bien que sin Héctor, domador de caballos, la defensa de Troya es una empresa condenada, pero ahora no llora como rey. Llora como padre que ha perdido a su primogénito. Héctor vaga sin rumbo a orillas del Aqueronte, insepulto, sin que el severo Caronte consienta en dejarle subir a su barca. Su cuerpo, cubierto de polvo e inmundicia, horadados los talones, yace atado a mi carro. Janto y Balio descansan esta noche; al alba pasearemos el cadáver alrededor de las murallas, como llevamos haciendo a diario desde hace doce jornadas. Tal vez mañana, al fin, se saciará mi cólera.
¿Quién reconocería en este anciano
lastimoso al orgulloso hijo de Laomedonte? Esta sombra de un rey, que ha
cruzado las líneas de los aqueos en un discreto carro, evitando a mis
mirmidones hasta entrar en mi tienda, vestido tan solo con unos harapos y un
saco lleno de oro y riquezas con el que confía aplacar mi cólera. Pero no
cederé a sus ruegos; tentado estoy de avisar a los centinelas para que lo
prendan; mañana lo ejecutaríamos a la vista de lo que queda de sus huestes,
para espanto de su reina y de sus hijas. Lo degollaría aquí mismo: su prole ha
causado incontables daños a los aqueos. Su misma sangre fue la que me arrebató
al más amado de mis compañeros, a Patroclo, hijo de Menecio.
¿Qué hace este viejo loco? ¿Por
qué se inclina ante mí, por qué se arrastra por el polvo como un insecto y se
abraza a mis tobillos? Me besa las manos, las mismas que mataron a su hijo. Me
suplica que le entregue el cadáver. Me lo pagará generosamente, dice. Pero esta
cólera es más fuerte, un fuego que me corroe y que ni siquiera el Escamandro
logró apagar. Desde la muerte de Patroclo he acabado con la flor y nata de los
troyanos, he desafiado a los mismos dioses, he dado muerte al culpable de mi
congoja y lo he humillado delante de los suyos y de los míos. Los juegos
fúnebres de Patroclo fueron los más grandes que se recuerdan, disputados por
los mejores héroes aqueos. He regalado una fortuna en premios y trofeos, he
sacrificado prisioneros sobre la pira de Patroclo y he arrastrado a Héctor a su
alrededor… pero nada ha cambiado. La cólera me abrasa aún.
La estampa lamentable de este
anciano postrado no debe de ser muy distinta de la que tenía yo no hace mucho,
cuando lloraba ante el cuerpo de Patroclo. Llora el rey Príamo la muerte de su
hijo, como lloré yo. Como lloró mi padre al despedirme en el puerto, como me
cuentan que lloró mi madre cuando la irrupción de Peleo me condenó a la
mortalidad; ella vertía con antelación las lágrimas que habrá de llorar un día,
un día que tal vez no tarde mucho en llegar, pues así lo profetizó Héctor
mientras exhalaba su último suspiro. ¿Llorará Peleo al saber de mi muerte como
llora ahora Príamo?
Y Héctor vaga, como vagó Patroclo hasta que puse a los pies de su pira el cuerpo de su asesino y la encendí por fin. Pero para Héctor no hay pira. No hay juegos.
¿Qué hago? ¿Por qué me levanto de
la silla, por qué salgo de mi tienda y cojo en brazos el cuerpo de Héctor, como
si fuera el más querido de mis camaradas? ¿Por qué lo dejo a los pies de Príamo
y le digo que se lo lleve, que no es necesaria recompensa alguna? ¿Qué es esta
paz que me asalta, por qué la cólera y las lágrimas se desprenden de mí como el
polvo y la sangre del campo de batalla tras el combate? ¿Por qué me conmueve el
gesto agradecido de este anciano? Por un momento he olvidado que él es el rey
de la ciudad que asediamos, que es mi enemigo. Por un momento no somos ni
Príamo ni Aquiles; somos tan solo dos hombres que lamentan la muerte de sus
seres queridos, un padre que llora a su hijo y un hijo que se apiada de él
pensando en su propio padre.
Se marcha; su carro deja tras de sí una estela de polvo. La tregua durará doce días. Después volveremos a matarnos y cantarán nuestras hazañas, pero hasta entonces dormiremos con paz en nuestros corazones, sabiendo que mañana no habrá contienda.